LA LEYENDA DEL INDIO

AUNQUE NADIE A DADO RAZÓN DE CUANDO PASÓ Y EN DONDE FUE; SI ES MUY POPULAR EN SAN VICENTE DE CHUCURÍ LA LEYENDA DEL INDIO. CUENTAN NUESTROS ABUELOS Y LOS VIEJOS DE SIEMPRE, QUE HACE AÑOS, PERO MUCHOS AÑOS VIVIERON POR ESTAS TIERRAS LOS INDIOS YARIGUÍES, QUE MAL O BIEN LOGRABAN SUSTENTO CON LO QUE TOPABAN EN EL MONTE, PESCABAN EN LAS QUEBRADAS Y LOS RÍOS, LO POCO QUE CULTIVABAN EN YUCA Y MAÍZ,ASÍ COMO LO QUE PILLARAN EN LOS POBLADOS VECINOS; PUES ERAN DADOS A TALES DESAFUEROS. VIVÍAN TAL COMO LO MANDABAN LAS LEYES DE SU RAZA, HASTA QUE LLEGARON UNOS HOMBRES FUEREÑOS QUE PERTURBARON A LOS YARIGUÍES, A SUS MUJERES Y A SUS HIJOS.

Estos hombres fuereños, de aspecto extraño en su color de piel, sus ojos distintos a los suyos, con pelos en la cara y el cuerpo; desconocidos en su hablar y el vestirse así como en el expresarse sobre las cosas que para los indios eran conocidos de otra manera; no les parecían buenos vecinos. A las mujeres de los poblados les eran atractivos esos hombres tan diferentes a los suyos, tan altos y espigados, con piel color de la luna por lo pálida, y una voz de arrullo en el hablarles que quebraba el ánimo en ellas; muy gustosas los habían aceptado como vecinos al lado de sus tambos; ellos habían construido sus cercados y casas muy próximos; poniendo recelosos a los maridos, padres, hijos y hermanos. En medio de tantas expectativas y de uno que otro roce la situación pintaba bien.

El cacique Chucurí, jefe del poblado de su nombre; como de costumbre, por determinadas épocas, se fue por esos días de cacería ya que abundaba los animales de pelo como los chácharos, venados, armadillos y animales de pluma como chirilíes, guacharacas, pajuiles y pavas. Chehué, su esposa y sus hijos Olcué y Cachuí se quedaron en casa; debían velar por la labranza; como parte de la costumbre de los Yariguíes en tales situaciones. Chucurí aún no se había dado cuenta que su mujer le ¨hacia ojitos¨ a uno de esos fueranos vecinos, aposentados cerca de su cercado; un tal Celedonio, sastre de oficio que aunque tenía mujer propia e hijos, no reparó en echarle el ojo a la cacica, por aquello de ascender en posición social, y que mejor mochoroca de tal alcurnia, para un apuesto galán como él, no desmerecía en presencia y habla, bastaba verlo responder y cantar en excelente latín en las misas del los domingos y fiestas de guarda; con tal primor y entonación, que ni gallo de la pasión; además era el dije del cura párroco, que lo tenía en alta estima y compañero de juergas al naipe y trasmisor de los chismes del pueblo, que encantaban al cura sobremanera.

Chehué y el Celedonio se bisbisaban y no hallaban lugar y motivo para encontrarse en la quebrada cuando iban a aprontar el agua; en la labranza con el cuento de enseñarle a manejar el azadón, o en casa de Hut, el viejo chamán; amigo y cómplice de tales devaneos.

Cualquier ocasión era propicia y más cuando el cacique Chucurí se iba a sus correrías. Pero como no hay nada oculto, bajo las aguas de los ríos, ni en el umbroso monte, ni en el parloteo de las aves, ni en el rugir de las fieras y menos entre las gentes del poblado; ya se rumoraba de esos amoríos entre Chehué y el sastre Celedonio. Hasta el cura lo sabía pero callaba por hallarlo propicio en las comidillas de entre amigos. Los amantes, sin sospechas claras, se dedicaban a sus «entendederas». Chehué lo amaba secretamente y se le entregaba en cuerpo y alma a escondidillas en cualquier rincón del poblado donde fuera posible. Tan confiados estaban que no se percataban que el cacique Chucurí ya sospechaba de sus devaneos por boca de alguno de sus sirvientes y amigos, temerosos al principio de contarle no hallaban ocasión de lanzar los dardos de la confusión y levantar las alas de los celos en un marido desairado por su mujer. Chehué conocía la ley de su pueblo ante el delito de adulterio, y de antemano temiendo la venganza de los suyos si era hallada culpable, lo cual era posible por tanto rumor; temió por su vida y mucho más temible sería la venganza por la posición de esposa del cacique.

El remordimiento le cundió por su mente, más al saber a ciencia cierta, por boca del viejo y escuálido Hut, de que el cacique estaba enterándose de sus deslices amorosos. No olvidaba de su rapto hacía muchas lunas o años como decían los fueranos; había tenido que acostumbrarse al modo de su nueva familia que para ella le parecía bárbara. Hut, le contó que el cacique Chucurí era vengativo por naturaleza y no reparaba en torturas para saciar sus iras y frustraciones.

Le recordaba que el adulterio era castigado con ser enterrada viva la acusada y al Celedonio se le dejaría partir, pero atalayado por el camino se le arrancaría el corazón como pago de desagravio a tal ofensa, mucho más en la persona del cacique. Un cimbronazo le recorrió la espalda, erizándole la piel no más de pensar en la ira desatada de su esposo, por culpa de sus pasiones por un fuerano que no era de su raza.

Cachuí, su hijo menor, le contó esa mañana, que su padre llegaría dentro de una luna y faltaba que terminara ese día y el medio día del otro para que fuera. Supo también que su padre venía de mal talante y parecer; no sabía si era por la cacería que no fue la mejor y esperada, habiendo tanto por cazar y ser la mejor época de abundancia o por que le habían llegado rumores de no sé qué, pasaba en el poblado. Cachuí callo la verdad, él sabía de las infidelidades de su madre; conocía los deslices de los amantes, él la había visto varias veces salir a hurtadillas a los maizales de la orilla de la quebrada, la había seguido algunas veces a muchos lugares para ver los escarceos amorosos, de lo que hacían, hablaban, creyendo en la soledad del lugar, donde nadie los oiría. Cachuí sentía odio y despreciaba al Celedonio al que culpable por haberse entrometido así no más entre su familia; recelaba de su madre y se mostraba huraño ante ella. Chehué creía que las actitudes hoscas de su hijo eran cosas del crecimiento de los muchachos y no vislumbraba lo que Cachuí sabía de ellos y de la tormenta próxima a desatarse.

Conocía que su padre podría tener más mujeres, al permitirlo las costumbres de sus gentes, más siendo el cacique, de igual manera entendía que su padre amaba demasiado a Chehué como para dedicarse a otros desvaríos amorosos. No comprendía a ciencia cierta que pasaba. Tal vez los dioses estaban enojados por haber aceptado a los fueranos como vecinos que habían traído tan malas y nefastas costumbres. Chehué, en tanto viendo la proximidad de la llegada de su esposo entro en pánico; más cuando sus vecinos la esquivaban por temor a contrariar al cacique. Sintió un golpe invisible en su pecho, que le desarmo el poco ánimo que tenía, al conocer la noticia de que el Celedonio de sus arrebatos amorosos había anochecido y no amanecido. Nunca supo que el sastre se marchó a instancias de Hut y el cura que le aconsejaron hacerlo antes de que fuera tarde y más peligroso para él. Por la prudencia de escuchar decidió poner tierra de por medio antes de ser despellejado vivo por su atrevimiento; no valía la pena tanto riesgo y ya había saciado sus apetitos de conquistador; tierra mucha en el mundo por recorrer y él era de cualquier parte, y mujeres por montones para enamorar.

Estaba hastiado de los escarceos amorosos con la guaricha de la Chehué. Le sabía a cacho sus besos y su piel y más que todo esperar la complicidad del silencio y la soledad de los lugares para encontrarse. Chehué sin saber que caminos tomó el Celedonio, se sintió sola. Al comprender su situación de peligro, no lo pensó dos veces… apronto avíos para el camino, tomó a sus hijos y enrumbó quebrada arriba buscando esconderse en la umbrosa manigua donde no fueran hallados. Su pensamiento era hallar el camino para volver a su tribu de donde fue traída tantas lunas atrás. Aún tenía recuerdos vivos de sus gentes. Esquivando los lugares más transitados, haciendo largos rodeos llegaría a su antigua casa. Allí tal vez hallaría protección aunque la trataran como a una extraña e infiel esposa, sería sometida a los trabajos más serviles. Al menos viviría para ver crecer a sus hijos. Al fin de cuentas, ellos no eran tan bárbaros en sus costumbres.

Llevando ventaja, seguía quebrada arriba con la ligereza que sus pies permitían y ante el temor de ser hallados. Por huir con sus hijos, de hecho eran cómplices de su propia desgracia. Olcué, el mayor, de quince años, cobriza piel y profundos ojos oscuros, nervudo para su edad; la seguía sin preguntar, acatando la ley de la obediencia a sus mayores. Cachuí, de doce años, vivaz, de menos carnes, rostro hermoso y escudriñador; seguía a la saga, refunfuñando. No deseaba ser llevado a lugares lejanos. Le oprimía la tristeza por la ausencia de su padre. No era tan botarate como Olcué; sumiso y callado ante sus mayores, pero un tanto locuaz a espaldas de ellos. Él era lo que era y se sentía ser. Soñaba con ser cacique alguna vez, pero ahora metido en esta huida por culpa de su madre, sus sueños se quebraban como chamizos secos. Unas lágrimas se escaparon para confundirse con el sudor de su cara, haciendo más salobre su propia suerte. Por ahora, intuía seguir huyendo; los dioses resolverían a su mejor manera… su suerte.

El cacique Chucurí, en tanto llegaba de su fracasada correría de caza y pillaje. Encontró su tambo y cercado vacío. Por sus gentes se enteró de los hechos acaecidos en su ausencia. Lleno de rabia, frustración e indignación; que parecía hacerle estallar el pecho y brotar las venas de las sienes y el rostro; mudo de su ser y una tormenta estalló dentro que lo convulsionó y lo deshizo en blasfemias y venganzas hacia los fueranos mal nacidos, causantes de tantos males. Destrozando cuanto encontró en el tambo y derribando el cercado, parecía una fiera herida de muerte, imposible de contener en los estertores de su amargura.

Cuidadosamente y por conocerlo como a la palma de su mano desde hace tantas lunas; Hut, el viejo chamán, le brindó chicha en una totuma donde había agregado un brebaje que calmaba la desesperación de quienes son ofendidos por el abandono de la casa. No era tiempo para perder y emprendió la búsqueda por el camino indicado por los suyos. Amaba por encima de todo a Chehué que la raptó a sus vecinos Guanes, en una de sus correrías. Chehué era tan hermosa por su rostro fresco, ojos profundos y melancólicos, apretada cadera, la turgencia niña de sus senos, labios anchos y rojizos como el achiote, blancos y parejos dientes, menudos pies… volaron tantos recuerdos y era tanto para él que unas lágrimas escapadas en solitario no le menguaban su hombría. Amaba de igual manera a Olcué y Cachuí, sus dos retoños y sobretodo sentía mayor consideración por el menor que consideraba su misma estampa y continente. Eran su adoración y el corazón apretado le crujió por la amargura de su ausencia… por todo lo pasado y no imaginado.

Le dolía comprender que a escondidas era la burla de sus gentes, y ante sus propios ojos fue cegado por la mujer que amaba tanto, y eso no podría esperar más que un castigo que hiciera memoria entre los suyos por muchas generaciones, tal lo mandaba la ley de su pueblo y así ganaría además el respeto que merecía de ellos.

Quebrada arriba, corriendo cual viento huracanado, bajo el aplastante sofoco de la selva que oprimía a esas horas… los llamaba a grandes voces que eran respondidas por el eco lejano que se enredaba entre el grueso follaje de los árboles, ahogándole la voz. Preguntaba angustiosamente a los espíritus de la hojarasca, a los manes de los recodos y árboles tutelares si los habían visto pasar… una frondosa ceiba mecida por la brisa, le contestó en susurros como una letanía:

-“SIGA… SIGA… SIGA, AGUAS ARRIBA… MÁS APRISA, MÁS APRISA”-…

Mayor era su desesperación y más hondo su odio. Seguía corriendo monte arriba, llamando, blasfemando, maldiciendo con estentórea voz que rompía el bullicio de la selva y parecía el desatar de una lejana tormenta. A lo lejos una densa neblina cubría los montes altos. Un sudor frío le bañaba sus membrudos nervios, su lacio cabello lo sentía pegados a su cabeza; sus enturbiados ojos de rabia le hacían ver a los fugitivos trepando cerros arriba, envueltos por la densa neblina, provocándole apretar más su paso y elevar su voz de llamado.
Solo paraba su correr para preguntar a los pájaros parlanchines, al aleteo suave de las mariposas, al reptar de las serpientes… si ellos habían visto por esos parajes a los suyos y éstos le contestaban con trinos, gorjeos, aleteos suaves y silbos tenues como una letanía:

-“SIGA… SIGA… SIGA, AGUAS ARRIBA… MÁS APRISA, MÁS APRISA”-…

Un viejo y sabio cucurucho, tendido al sol del mediodía sobre una roca verde de musgos, en el ribazo de la quebrada; lo miró con ojos impacientes, moviendo la cabeza con alguna pesadez centenaria le habló con silbante y suave voz:

-“Mira Chucurí… no hay que desesperarse tanto y menos dormirse en la búsqueda. Aprieta el paso quebrada arriba, pues es mucha la delantera… aunque no creó que lo logre, por ser designio de los dioses. Aún así el yátaro pico de oro, mensajero de los dioses, le indicara el camino. Que sus manes le protejan… Chucurí… canto del cielo”.-…

Adormecido como si le pesara su centenaria vejez, se echó al agua para esconderse entre el celaje que caía sobre el profundo pozo de la quebrada. Trepado en un alto móncoro, el yátaro pico de oro, mensajero de los dioses, se pavoneaba de su plumaje; de tantos colores como la profunda selva contenía, chachareaba como sabio conocedor de todos los vericuetos del monte desde muchas distancias.

El cacique Chucurí, lo llamó a grandes voces y el yátaro pico de oro, mensajero de los dioses, le contestó ruidosamente sin acercársele por temor del desconocido de voz de trueno. Le contó al cacique que hacía una luna los había visto pasar escondiéndose por aquí y allá como si huyeran de algo supremamente grave, les indicó el camino a seguir. Ellos también habían hablado con el viejo y sabio cucurucho. Entre detalle y detalle, pavoneo y pavoneo se fue alargando la conversación con desespero del cacique Chucurí, hasta que el yátaro pico de oro, mensajero de los dioses le aseguró que también le indicaría el camino, después de que se arreglara su plumaje de tantos colores como la selva tiene. No acostumbraba a emprender camino sin antes hacerlo por aquello de la vanidad personal. Bien sabía el cacique Chucurí del melindre del gran pájaro, mensajero de los dioses. Se lo contaron sus ancestros cuando era niño.

Se sentó a esperar a la sombra de un raizón de ceiba, él también necesitaba descansar y comer algo para reparar fuerzas. En un instante se quedó dormido y en sus sueños relampagueantes se vio con Chehué y sus hijos en pesquería, saltando de piedra en piedra en los correntonales del río, nadando en las playas y riendo de las ocurrencias del día. Era un sueño pesado, imaginativo y agotador.

Un rayo de sol en pleno golpeó su cara despertándolo. Estaba más cansado que cuando reparó en el lugar para reponer sus fuerzas. El yátaro, pico de oro, mensajero de los dioses voló a la rama baja de un yarumo, cuidando no ser sorprendido por algún depredador, pues también los protegidos de los dioses tienen sus enemigos y no hay que descuidarse, y menos en estos tiempos. A grandes voces y chachareos lo llamó:

-“ARRIBA HOLGAZÁN… EL CAMINO ES LARGO Y EL DÍA CORTO”-…

Revoloteando nervioso por aquí y allá, el pajarraco emprendió camino adelante, apretando el paso del cacique Chucurí, que con grandes resuellos lo seguía a grandes zancadas por el barrizal y la hojarasca que crujían adoloridas por la pena y el odio de cada paso dado en la premura del cacique por alcanzarlos.

En tanto Chehué y los muchachos exhaustos de caminar con tanta prisa y miedo, se escondían en la linde de la laguna, abrigada en los altos de la montaña, entre dos enormes peñas, que la cubrían de la mirada de los extraños. El lugar donde nacía la quebrada era oscuro por la cubierta de los grandes árboles, entrelazados por gruesos bejucos, espeso follaje y enormes ramas, que daba la impresión de ser la entrada a la morada de los dioses. La laguna de verdes aguas, poblada de buchones y lirios, revoloteada por alaches y mariposas de doradas y enormes alas de grandes ojazos; era habitada por el alma de la laguna; una enorme serpiente de larga cresta amarillo brillante, surcada de colores metálicos que daba la imagen de brillar como soles, y con un penacho de plumas de colibrí sagrado en abanico sobre la cabeza, que realzaba a sus mansos, verdes y profundos ojos. Tenía un suave silbar cuando hablaba con los demás habitantes de la laguna con los cuales era generosa y amable; más con los que pudieran llegar hasta allí.

Chehué y los muchachos comenzaron a oír como en ecos lejanos la voz del cacique Chucurí; ya cercana, ya lejana como mecida por el viento; los llamaba, injuriaba, maldecía, prometía venganza y perdón, vida y muerte a quienes lo traicionaron. Comprendieron que el yátaro pico de oro, mensajero de los dioses, con su algarabía lo acompañaba como lo había hecho con ellos lunas atrás. El cacique Chucurí en tanto se les acercaba. Tanta gritería atemorizaba a los cansados fugitivos. Olcué por fin comprendió la causa de tal precipitada huida y temió de su padre. Cachuí se alegró en su corazón, queriendo salir a su encuentro, pero algo, alguna fuerza extraña lo tenía sembrado allí donde se hallaba escondido; comprendió que también era culpable por haber huido, y lloró en silencio. Los dioses no estaban de su parte y habían decidido su suerte. Chehué volvió a sentir los cimbronazos de miedo. Temió la venganza de su esposo y padre injuriado y comprendió el error de su falta. No había tiempo para perdones y no sabía que hacer en esos instantes. El terror se apoderó de su espíritu y se sintió el ser más débil e infame.

La serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna; sigilosa veía con sus ojos de mansedumbre y escuchaba atenta lo que pasaba en sus dominios. Chehué asustada hasta sus huesos que le crujían de tantos quebrantos, imploraba protección a sus manes y a los dioses de sus ancestros. Comprendió el sincero arrepentimiento de la cacica que en tanto viéndola con su mansedumbre le pidió amparo y perdón; prometiendo no faltar más a sus deberes de esposa y madre. Pedía más por la vida de sus retoños que por la propia. El tanto plañir e implorar de la india cacica Chehué, se ablandó el sentimiento de ternura y mansedumbre de la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna.

Compadecida por su benevolencia, los acogió entre sus enormes anillos de serpiente y cuidadosamente los llevó al fondo de la laguna, depositándolos entre la armazón de un enorme abarco, hundido hacia tiempos inmemoriales, después de desatarse una de esas grandes tormentas que por temporadas se daban en el umbroso lugar.

El cacique Chucurí llegó en el instante en que las burbujas y espumas de la laguna indicaban el lugar donde parecía algo se había hundido no hacía mucho tiempo.
El yátaro pico de oro, mensajero de los dioses; que se le adelanto de camino y percatado de todo cuanto sucedió raticos antes a su esposa e hijos, se lo contó con lujo de detalles. Enfurecido y sin reparar en su cansancio, el cacique se lanzó a la laguna en el lugar donde las burbujas y las espumas aún se agitaban. Los lirios y buchones de agua lo enredaban en su braceo, haciendo más oprobioso su esfuerzo. Con gritos lastimosos retaba a la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna a pelear y devolverle los suyos. Lucharon y lucharon, con tal furor que las aguas de la laguna hirvieron y se oscureció de cieno. Templando sus músculos, el cacique tomó por el cuello a la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna, queriendo ahorcarla mientras le gritaba injurias y maldiciones y ésta enredándolo entre sus anillos lo apretujaba, silbaba de angustia, buscando zafarse sin herir a nadie.

El yátaro pico de oro, mensajero de los dioses formó tanta algarabía que revoloteando por entre el ramaje de los árboles, en cada aletazo de sus plumas de mil colores de la selva, hacía caer una lluvia de hojas, que entre susurros lamentaban su suerte y maldecían el bochinche del pajarraco perturbador de la paz del lugar.

El fragor de la lucha, llevada con tal ahínco; despertó el furor contenido desde tiempos de la naturaleza dormida. El lugar comenzó a nublarse, reventó truenos, explotó relámpagos y lanzó rayos que se profundizaban con el eco en las lejanías de la montaña. Se confundían con la voz estentórea del cacique Chucurí y el silbar atronante de la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna. Parecía que toda la selva crujiera de espanto y la laguna desbordarse para dejar libre de impedimentos a los combatientes. Ante la imposibilidad de vencer al cacique, la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna; le dio un coletazo lanzándolo a la orilla aturdido, dejándolo tendido sobre la raíz de una ceiba. Cerca, el yátaro pico de oro, mensajero de los dioses, se escondía debajo de un raizón de canelo; asustado de tanta tronazón y confusión del lugar.

Con pausada voz, la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna, pidió una tregua. El cacique accedió ante el cansancio de la lucha y su deseo de reparar fuerzas y ante el aturdimiento del golpe del coletazo que le enturbió el entendimiento por unos instantes. En tanto la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna, aprovechó para cabalgar a Chehué y los muchachos sobre una gran viga de oro; hizo crecer la laguna con su cola y sus orines, aumentando de aguas a la quebrada. Los hizo ser llevados por la crecida monte abajo con tanto estruendo que se formó un barrejobo que por poco se lleva al naciente pueblo de San Vicente de Chucurí. Chehué y sus hijos se perdieron para siempre en la crecida de la quebrada.

El cacique Chucurí se dio cuenta de la jugada de la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna y burlado por ella; se llenó de más rencor pero un lampo de malicia se iluminó en sus adentros y pensó que era mejor pactar, aunque redondeo su acto con fingidos pataleos y enfurecidas reclamaciones de venganzas.

Era su manera de ser y más de un cacique respetable como él. Pactó con la serpiente penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna; que con su magia poderosa hiciera llover nuevamente para formar otro barrejobo; bajar en otra viga de oro para alcanzarlos y así vengar la afrenta de las gentes del pueblo. Quería encontrarse con su familia, prometiendo no hacerle daño; ya que si lo hacía se convertiría en un repugnante gusano de monte para penar por siempre, pagando con los desprecios de la gente por ser transformado en tan asqueroso animal. El yátaro pico de oro, mensajero de los dioses, asustado voló perdiéndose en la lejanía de la selva.

Las gentes de San Vicente de Chucurí, asustadas por el pasado barrejobo y la tanta tronadera y llovedera; ya conocía por boca del viejo Hut, la causa de tales males. Le pidieron al párroco que fuera en busca del cacique Chucurí, ya que sabían; eran tan amigos y jugaban a los naipes en muchas noches en la casa cural. Que fuera y hablara con él para que cesara tanta llovedera y no creciera más la quebrada. Faltaba poco para llevarse las últimas casas que habían quedado.

El señor cura párroco, conocedor de todo cuanto aconteció por conocer toda la historia, y ser cómplice de muchas cosas sucedidas; en la madrugada lluviosa tomó rumbo quebrada arriba a la laguna, para encontrarse con el cacique Chucurí. Y, muy de tarde, dos días después se encontraron. Después de muchos saludos, recelosas preguntas, ires y venires, de formalidades que en esos momentos eran importantes por las partes; dialogaron de tantas cosas pasadas, de las vicisitudes humanas y de los hechos de la vida. Entre conversa y conversa el señor cura párroco se enteró de las intenciones del cacique; de cómo había concertado con la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna; de cómo bajaría y lo que haría. Airado el cacique, el cura con mañita aplacó su enojo para él también poder negociar.

Entre el señor cura párroco y el cacique con anuencia de la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna; se concertó que él cacique bajaría sobre una enorme viga de oro en una próxima crecida de la quebrada, provocada por unos aguaceros de padre y señor mío; llevarse el pueblo ahogándolos a todos, encontrar su
familia, perdonarla y volver a vivir en su tambo como siempre; cazar, pesar y cultivar yuca y maíz. Lo que no sabía el cacique Chucurí, era la ladina intención del cura; que prevenido por el chamán Hut, sabía lo que tenía que hacer para sellar el pacto. Con guiño de la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna que comprendió la intención del cura; éste le dijo que le dejaba un paquete de cuatro manos de tabacos ya que era conocedor de su gusto por fumar. El trato era simple. Cuando acabara de fumarse el último podría bajar y hacer lo que le placiera. Además le dejaba los naipes para que jugara julepe o tresillo con la serpiente penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna. Luego de algunos reparos, como era su costumbre por parte del cacique; bien mañoso el hombre, se comprometió que al barrojiar no se llevaría la iglesia del pueblo ni la casa cural con todo cuanto hubiera dentro. Dejaría además en el atrio por pago de daños y perjuicios, un racimo de plátanos de hartón de oro.

Después de muchas formalidades, jugada de un fierrito que se dejó ganar el cura intencionalmente; se despidió y se volvió al pueblo con una risita maliciosa y silbando un trisagio a ratos. La serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna se apartó a su sitio de reposo en el fondo de la laguna para descansar y reparar sus fuerzas. Había sido un día muy agitado.

El cacique Chucurí, empezó a fumarse los tabacos, que por su forma y aroma parecía hechos por su amigo Hut. Lo hacía con tal ahínco para acabarlos pronto. No podía haber hecho mejor trato en su vida. Fumarse los tabacos no era nada. Un paquete de cuatro manos lo haría en pocas lunas. Fume y fume, el cacique Chucurí en solitario, ya se sentaba en la laja de la laguna, en alguna raíz de los tantos canelos, ceibas, yarumos y móncoros que había por los contornos. Pero no acababa con los tabacos. No sabía que la ladina intención del señor cura párroco, eran que estos no se agotarían a causa de un conjuro en que Hut y el cura habían participado. Rociándolos con agua bendita de la pasada semana santa, untándolos con sebo de chácharo tierno, jugo de quina, ojos de trestires, plumas de pájaro macúa; fermentados con otros zumos de la montaña, para que con esta magia los tabacos nunca se agotaran. Poco después, Hut desapareció del pueblo sin saberse más de él.

Cada vez que llegaba al último, el paquete de tabaco de cuatro manos aparecía lleno, volviendo a empezar a fumarlos para cumplir con el trato. Al fin y al cabo había empeñado su palabra, y ésta valía como si se hubiera firmado un documento público, era aprendido de sus mayores y la cumpliría. Más que el trato había sido hecho con el señor cura y con la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna como testigo.

Es por eso que en las montañas y más cuando se está en invierno, que se ve tanta neblina en el sitio donde nace la quebrada de Las Cruces. Es de tanto fumar y fumar y fumar del cacique Chucurí. En la espera de cumplir el trato prontamente, bajar en barrejobo para llevarse el pueblo en venganza del agravio de las gentes; encontrar su familia que le lleva harta delantera y quién sabe donde irán ya. Mientras dure el conjuro de los tabacos; del cual supo la serpiente de penacho de plumas de colibrí sagrado, alma de la laguna; estará el cacique Chucurí, allí, entre la montaña. En tanto a ratos, lo ve fumar con tanto empeño, para ella le sirve de compañía por tales parajes. A veces se sientan a conversar y a jugar julepe, fierrito o tresillo; dejándose ganar para contento del cacique.

Por ahora, el indio estará a la espera de bajar. La neblina se seguirá viendo intensa en las mismas temporadas del año. La corriente de la quebrada de Las Cruces aunque con menos caudal por la tala de los añosos árboles; continuará bajando y el pueblo vivirá sin temor a los barrejobos de la misma; aunque a veces se encabrita para asustar a las gentes por el daño que le están haciendo.

N.A. Los nombres indígenas son propios de los Yariguies. Han sido tomados voluntariamente para identificar de cierta manera a los personajes de la leyenda.

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