MICROCUENTOS DE ISMENIA ARDILA DÍAZ

Tomado de la serie de 26 Micro cuentos escrita en la 1ª Maratón de Facebook en homenaje al Bicentenario de la Independencia el 24 de abril de 2010.
A la memoria de mi pueblo, San Vicente de Chucurí.
Por Ismenia Ardila Díaz


El atrio
Estoy sentada en el mejor mirador del pueblo. No precisamente en la cima, en el centro, en las puertas de la iglesia y el sitio luce tan cómodo como grato. Aquí no sólo corren buenos vientos en las tardes sino que también pasan los chismes frescos y las historias con sabor a alegría, bochinche o secreto. Sentarse aquí no es solo ver pasar su historia, es armar las piezas de una cotidianidad simpática y aburrida, con el morbo típico de cualquier parroquiano. Desde aquí veo desfilar personajes, historias que dan para reir, sufrir y hasta ponerse a llorar. Historias que esperan ser contadas. Sentada en sus gradas y con el aire de la nostalgia empiezo por retratar el pueblo.

El pedregal
Este era un pueblo levantado sobre el pedregal más impresionante. Había tanta piedra por todos los lados que por muchos años existió una quebrada a la salida del caserío por donde bajaba tan poca agua que terminaron llamándola “la quebrada de las piedras”. Pero esa no fue la única hazaña, lo fundaron cinco veces en diferentes lugares huyendo de las enfermedades tropicales y los embates de los indígenas. La ambición era grande: penetrar sus ricas tierras, un verdadero tesoro.

Por aquí pasó el oro…
Las paradojas de Colombia están por doquier y este pueblo no podía ser la excepción. En su territorio perforaron el primer pozo petrolero de Colombia a comienzos del siglo XX y todo el ‘oro negro’ que ha salido de sus entrañas no ha alcanzado para que le pavimenten sus carreteras, ni siquiera la ruta por la cual sigue saliendo rumbo a la refinería. Claro que también salen otras riquezas y gente bravía, guerrera.

De ‘garrotera’ en ‘garrotera’
Todas las ‘garroteras’ política de la historia colombiana encontraron una expresión y construyeron un capítulo en mi pueblo. Allí no solo hubo revolución bolchevique a su manera, la más atroz guerra entre azules y rojos, guerrilla, ‘paracos’ y hasta bandas emergentes. Todos encontraron en este escenario de riqueza una compleja expresión del conflicto. Otra historia escrita con sangre y plomo.

Caminos de riqueza
La pobreza siempre ha sido buena consejera para llegar a sus tierras. Primero tras el comercio de la quina, el añil y el café. Luego el cacao, el petróleo, el carbón. Caminos de riqueza sorteados entre sendas de piedra, fiebres de mosquitos y rosarios desafiando la muerte.

La ‘ mecha’ prendida
Colonos y misioneros amantes de la aventura convencidos de purificar almas para el cielo prometido buscaban otra ruta al Magdalena. Muchos cayeron entre las viruelas del trópico y los más afortunados se hicieron a las mejores tierras. Desde entonces por esos caminos andan las contiendas y la contradicción. La guerra de los oros y el plomo.

Policías y chusmeros
Alcalde conservador, pueblo liberal, sinónimo de guerra en aquellos tiempos. Azules y rojos se mataron inmisericordemente. Dicen que la policía recogía por la noche en una volqueta a los liberales y se los llevaba para ‘el boquerón’ donde les disparaban a borde del abismo. Muchos se salvaron para contarlo. Aparecieron también las primeras ‘chusmas’ liberales armadas con escopetas hechizas de ‘fisto’ que luego darían origen a las guerrillas. Cuantas historias por contar.

Azules y rojos
Las señoras ya no podían vestirse de rojo, a muchas las desnudaron en plena plaza, rasgándole los vestidos con una cuchilla… los hombres no podían usar caqui como la policía porque les hacían lo mismo… para pasar por una vereda liberal había que llevar peinilla roja y por una conservadora, azul… la cerveza de botella oscura era para los liberales y la verde para los conservadores.

El cabo Florido
Eran las 10 de la mañana, la plaza del pueblo es atravesada por una patrulla militar acompañada por tres mulas cargadas de cadáveres sangrantes. Uno de ellos viene cubierto, los otros al desnudo. Macabramente se balancean las piernas rígidas al compás de los pasos de las acémilas. Los muertos son fruto de la última borrachera del siniestro y tristemente célebre ‘cabo Florido’. Las gentes del pueblo le atribuyen no menos de 100 muertos en medio de la ‘garrotera’ de liberales y conservadores al mediados del siglo XX.

Estigma
Una turba enardecida pasó gritando hacia la estación de policía. El alcalde tuvo que decretar el toque de queda, pedir refuerzos y sacar muy temprano a primera hora del día siguiente al asesino rumbo a la capital. No era para menos, el dueño de la funeraria mató de un tiro en el pecho al cura del pueblo luego de su sermón dominical. Ahí nació el estigma de “pueblo mata curas”, otro nubarrón en la historia y los imaginarios de un pueblo pujante y alegre.

‘Macheteros’
El campesino enfurecido tomó a su mujer del brazo y no le dio tiempo de reaccionar, empuñó su arma con fuerza y la clavó mortalmente con rabia sobre el pecho de la madre de sus hijos. Era día de mercado y la historia se repetía una vez más por cuenta de los celos y unas cervezas y aguardientes mal puestos. La fama ya estaba ganada “… allá cortan hasta el agua con machete”. Pero eso era ayer, ahora Los campesinos llevan al cinto la principal ‘arma’ del mundo moderno: un teléfono móvil.

Debajo del samán
Caminó altivo por el parque para ocultar la timidez y a sabiendas que era el blanco de las miradas. Sabía que era la comidilla de las muchachas. Tal vez las más osadas con la complicidad de sus mamás terminarían en su consultorio para conocerlo personalmente, compartirle sus molestias y encantos. Era el costo de ser un nuevo personaje, el médico del pueblo. Su antecesor estuvo 10 años, salió a especializarse en la capital con familia incluida. Muchas veces se sentó debajo del samán y según las gentes, el que se sienta allí, sale casado.

‘Hoyo malo’
Es una cueva sin igual. Un socavón de roca que bordea la carretera destapada. Como para no creerlo. En la extensión de su boca cabría un parque completo y en su profundidad un barrio entero. Si las Kaikas que chillan en su interior hablaran, cuántas historias contarían. Sus visitantes no han sido voluntarios, interesados en practicar el rápel o hacer turismo. La gran mayoría llegaron con un arma tras la espalda y cayeron al abismo. Sus osamentas son otro macabro testimonio de la violencia de la región. La prudencia aconseja no contar la historia. Las víctimas en más de 50 años siguen reclamando voces y justicia.

‘La esquina de los varados’
Día de mercado en el pueblo, ríos humanos de campesinos y vendedores se pelean las calles. Buses, camperos y camionetas se abren paso entre los presurosos visitantes sudorosos bajo el sol canicular. El jornalero vendió sus legumbres y se enfiló por la empinada calle ‘del cagajón’ –otrora de piedra-, sondeó amigos por las tiendas y no encontró respuesta. No le quedó de otra que parquearse en la esquina precisa, a un extremo del parque. En media hora todo estaba resuelto, se empujó presuroso en la buseta de regreso al campo, con contrato de trabajo.

“Bajó el indio”
El fuerte aguacero de muchas horas cesó y el anuncio de la nueva tragedia por ‘el chorote’ de la Casa Cural, refrescó la leyenda pueblerina. “Se cumplió, bajó el indio. Se llevó medio barrio y hay que tomarlo en serio”, dicen. Hablan de la venganza del cacique al que el conquistador le quitó su mujer y que se refugió en el nacimiento de la quebrada que atraviesa el pueblo. Prometió que bajaría con una gran creciente que arrasaría los vestigios de la nueva civilización que acabó con su raza. Gracias a los artificios de un cura se entretuvo por años fumando unos tabacos rezados de nunca acabar.

Juan Ibarra
Campesino de pura cepa de lo que dan cuenta sus manos callosas. Más de treinta años como expectador de la violencia parieron un gran artista. Se cansó de ver correr la sangre por los campos. Tomó el papel y garabateó las letras de sus propias canciones y en compañía de sus 4 hijos, emprendió una cruzada acompasada por tiples y guitarras en cuanto festival campesino se hiciera. Protagonizó la referenciada resistencia pacífica de la cultura contra la guerra en la región de Chucurí. “Los chucureños” tienen hoy impronta propia y para fortuna de muchos, sus canciones recuperaron la alegría que embarga hoy a sus gentes luego de un trágico pasado.

‘Caña brava’
Primero llegaron los campesinos de las veredas y se tomaron los festivales con su música. Luego el turno fue para los jóvenes con la danza como expresión de identidad y esperanza. Desde hace 20 años se balancean alegremente como los carrizos de la caña brava que bordea las quebradas del pueblo encarnando una rebelión festiva con olor a cacao.

Agradecimientos a la autora por tan excelente aporte.

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