En un cañuto de caña de castilla echó un corazón de guañuz y lo dejo durante nueve días, echándole saliva cada mañana en ayunas, sin comer nada líquido en esos días. Al noveno día salió a un monte, junto al río Chucurí; por los lados de Las Arañas y espero el abejón que le preguntaría que era lo que quería. Pascual un tanto nervioso le contestó que entregaría su alma si se le enseñaba todos los secretos y la de ser inmensamente rico.Todas las noches tendría que salir a un lugar seguro para hablar con el abejón y pedirle lo que necesitaba. Así con esta historia don Pascual se convirtió en un hombre rico en San Vicente, volviéndose un hombre de temperamento fuerte y esquivo con las gentes.

Con la usura y pasando el tiempo se adueño de más tierras; prestaba plata sobre escrituras y al no poder pagar el deudor, éstas pasaban a ser propiedad del usurero Pascual. Cuentan que en su casa tenía un baúl lleno de escrituras y letras de cambio sin saber cuantas. Pero don Pascual llevaba una vida miserable, no vestía bien, dormía sobre unas tablas cubiertas de sacos y cartones, que ni cama de fraile. Nunca daba limosna y quien sin saberlo se la solicitaba lo dejaba con cara destemplada de la «vaciada de jeta» que le metía. Tampoco iba a misa o a cualquier culto religioso por tenérselo el diablo prohibido.

“Ese señor era un verdadero miserable con tanta plata»- Cuentan quienes lo conocieron. Al igual que don Calixto Rueda no compraba buena carne sino pura tripa y hueso de canilla para comer. A su mujer no se le veía por ahí… por la calle o frecuentando el vecindario. Después de muchos años, sin tener trato con vecinos y amigos, viendo tal vez la muerte que se le venía encima, decidió reconciliarse con Dios, llamó al cura, se confesó y fue a misa; quería sentirse tranquilo y en paz librándose de sus culpas.

Pero como el diablo no perdona a quien rompe el pacto; lo cebó por un tiempo dejándolo ir por sus fincas hasta que lo esperó un día en una de ellas; que hacía poco había adquirido por remate al no poder su dueño pagar la deuda con sus intereses. Caminando hacía él como un señor elegante, alto bien parecido, con aires de conocido, le formó conversa preguntándole por su vida. Don Pascual respondía con caballerosidad del caso hasta que se percató que a quien tenía junto a él no era más que el mismo diablo, y éste al sentirse descubierto empezó a despedir un olor fuerte, penetrante, lanzándole una mirada airada y maligna, ofendida por la intención de ser esquivado por don Pascual, a quién le dio una patada de mula, lanzándolo por los aires y cayendo tan lejos de donde estaba, por allá en la subida de Revientaindios.

La patada y su consecuente caída lo dejaron baldado por el resto de su vida, guardando cama e impedido de andar y para levantarse tenía colgado del techo, encima de la cama, un lazo con nudos de donde se colgaba para enderezarse cuando tenía que hacerlo o para acomodarse en una posición mejor. Cuando tenía que salir a la calle por alguna necesidad; los muchachos de La Pesa lo llevaban en una zorra, con tal algarabía de las gentes que querían ver al viejo ya decrépito que tenía pacto con el diablo.

Pasaron otros años, más al fin el viejo murió; cuentan los abuelos y quienes lo conocieron que en el velorio nadie lo vio en el cajón, que habían visto un par de gatos negros frecuentando la sala, saliendo a veces a pelear en un gatuperio que metían miedo en los presentes. Ni siquiera muerto tuvo paz. En el entierro, nadie lo quería cargar, pues cuando no se alivianaba se ponía pesado como no queriendo dejarse llevar. Aunque el cajón estaba sellado, muchos aseguraron que estaba lleno de piedras, se tenía que aparentar que el muerto estaba allí; pues al llevarse el cuerpo y el alma al infierno, el diablo había hecho sus mañas para hacer cumplir el pacto. El día y la noche de velorio fue de los más extraños, con amagos de lluvia, una tormenta lejana que se venía y un ventarrón que ya desgarraba árboles, arremolinaba hojas, aullaba sobre el tejado y amagaba volverse una lluvia plomiza. Cuando entró al cementerio los dos gatos negros salieron corriendo como almas que lleva el diablo dejando una sensación de zozobra entre los presentes.

N.A. Si bien es cierto, Don Pascual Afanador vivió en San Vicente y tuvo sus reales; otras gentes menos fantasiosas cuentan que en un deslizamiento de tierra en su finca de Cantarranas, encontró una moya llena de oro que lo hizo tener su dinero aunque viviera en apariencia con miserableza. Murió de viejo y su incapacidad física se debió a una caída que por cosas de la edad y vejez no sano bien. Tuvo su entierro como cualquier cristiano y ahí a la entrada izquierda del cementerio, en el panteón familiar descansa por el resto de los tiempos.

Escrito por:
David del Moral