En la vereda La Colorada, en la finca del Candelillo de don Alfonso Cala, ocurrían cosas extrañas en la casa del viviente y decían las gentes que eran cosas de una bruja o de un duende; pero el caso era que cuando en los días sin labores en la finca, Gregorio y los trabajadores se iban a otras fincas dejando solas a sus mujeres. Un día de esos, Virginia la mujer de Gregorio el viviente; fue a la casa del patrón a pedirle el favor que permitiera a Delfilia y a su prima Ana la acompañaran esa noche; pues sentía miedo quedarse sola en la casa de los vivientes. Don Alfonso permitió que las muchachas acompañaran a Virginia, pues había la curiosidad de saber que era lo que verdaderamente pasaba en esa casa, y la más deseosa de saberlo era Delfilia, así tuviera que arrepentirse después.

Había oído tanto, que caída la tarde llegó con su prima; y no sería más de las siete y media de la noche cuando llegaron y se encerraron en el aposento de dormir, prendieron la alumbre y más tardo Virginia en decirles que ya se oirían los ruidos que empezar los espantos con hacer sonar una violenta palmada en la puerta; que si no hubiera sido por la fuerte tranca, la tumba. El miedo cundió entre las mujeres que se pusieron a rezar y a leer la Biblia como conjuro para correr el espanto; pero estando en esas sintieron en el empedrado un caballo rastrillando con sus patas y pifiando como si lo estuvieran frenando con fuerza, era un ruido perfecto de bestia caracoleando en el empedrado de enfrente. Armadas de valor se tomaron de la mano y abriendo de sopetón la puerta alumbraron con la linterna y solo vieron la oscuridad profunda de la noche.

Ahora el revoltijo era en la cocina detrás de la casa, donde oían lavar platos, tirar tapas, enojar yuca y botar el agua del platón en la zanja de desagüe, atizar candela en el fogón, aprontar leña y amontonarla y todo como si se estuviera haciendo oficio en la cocina. Había empezado el juego entre las mujeres y el espanto; pues armadas de valor fueron a la cocina para encontrarla tal y como Virginia la había dejado esa tarde. Pues ahora el ruidaje era en los patios donde se hallaba la descerezadora y se sentía mover el manubrio de la máquina como descerezando café a montones, se sintió lavarlo, llevarlo al patio, tirar los canecos desocupados, paliarlo para extenderlo y rastrillarlo… alumbraron con a linterna y ni una luciérnaga pasaba por allí; pues en ese instante estaban corriendo los tendales de la elva del otro patio… alumbrando y nada se veía.
Cansadas de tanto ir y venir en tal juego, al fin decidieron irse a dormir luego de rezar. E acostaron, apagaron las luces y antes de dormirse el caballo volvió a caracolear en el empedrado del patio enfrente de la casa para irse apagando poco a poco.

Pasada la noche, no había más que bendecir la casa con agua bendita y con otros conjuros para correr el espanto que con el tiempo no volvió; quedándose en los recuerdos de Delfilia por siempre, pues así fue como me lo contó.
Escrito por:
David del Moral